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En clase de música

María es una niña con algunas dificultades para relacionarse con otros niños de su edad, hasta que su madre le da un consejo algo inusual.

Relato de la antología Cobardes Anónimos.

Duración: 10 minutos. Año 2010.

Hasta que entré en la pubertad, mi juego favorito era el de dar clases de matemáticas. Sí, sé que parece un poco extraño, pero disfrutaba compartiendo mis nuevos conocimientos adquiridos en el aula. El procedimiento siempre era el mismo. Durante el recreo, me dirigía directamente hacia uno de los muros que rodeaban el patio, sobre el que se extendía un mural con niños y niñas vestidos con batas a rallas, que jugaban felices cogidos de la mano. Además todos eran rubios y sin defecto alguno. Menuda hipocresía. Como tiza utilizaba una cáscara de pipa recolectada directamente del suelo, que siempre estaba lleno de los desechos de los más mayores. Y así comenzaba mi lección de matemáticas. Siempre dibujaba unos números enormes para que pudieran verlos hasta los de la última fila. Nadie mejor que yo para entender la dificultad de percibir algunas figuras desde la distancia: es el lastre de los miopes.

Como ya os he comentado era un poco rarita. A diferencia de los otros niños, después de las clases de gimnasia, las de música eran las que menos me gustaban. Y es que Viçens, el profesor, no tenía demasiada autoridad. Durante sus clases yo era la única que ocupaba mi pupitre, que por cierto estaba impecablemente ordenado, mientras el resto de los niños armaban barullo. A mi lado se sentaba Meritxell. Su pupitre era un caos, su bata siempre estaba mugrienta y agujereada de tanto arrastrarse por el suelo. Es más, olía a cemento. Y lo que es peor: pasaba las clases pellizcándome. Tengo que reconocer que yo era una víctima bastante fácil, para ser exactos era bastante empanada porque cuando me acribillaba a pellizcos, yo ni me inmutaba.

Un día como cualquier otro, durante el recreo, Cecilia, una profesora en período de prácticas, se acercó a mi un poco intrigada sobre mi peculiar entretenimiento.

— María, ¿con quién estás hablando?

Yo me ruboricé, ya que estaba convencida de pasar desapercibida. Se trataba de una pregunta retórica porque evidentemente mis interlocutores eran invisibles. Sí. La exclusión a la que me vi sometida por parte del resto de los compañeros de clase, me llevó a crearme unos amigos imaginarios. Era totalmente consciente de su inexistencia, pero hablar con ellos me hacía sentir más acompañada. Por suerte, en aquella época todavía no habia psicólogos en las escuelas. De no ser así, tal vez ahora estaría totalmente adicta a alguna sustancia química. Cecilia, prosiguió su interrogatorio al ver que no contestaba a su pregunta, mientras apuntaba con el dedo índice hacia un grupo de niñas sentadas en el suelo jugando a cromos de picar.

— ¿Has jugado alguna vez?

No. Jamás había jugado, pero es que pedirles que voltearan una carta a mis amigos invisibles ya era demasiado. Por cortesía y para que no me preguntase más, me acerqué a aquel grupo de niñas.

— ¿Puedo jugar? —les pregunté con la mirada baja.

— Creo que con tu corte de pelo te pega más ir a jugar con los niños a fútbol —contestó Berta, entre una alud de carcajadas, mientras meneaba con arrogancia su larga trenza dorada. Nada que ver con esas niñas dulces y adorables dibujadas sobre el muro del patio.

Por la noche, cuando entré en la cocina, mi madre susurraba algo un tanto alterada, con la mirada fijada en el estropajo, que sostenía con la mano levantada. La versión, supongo, de mis amigos imaginarios. Un ligero olor a quemado interrumpió su monólogo. Tomó un cucharón y removió las patatas agarradas en la sartén.

— Mami… —intervine intentando llamar su atención—, hoy me han dicho que parezco un niño con el pelo tan corto…

Ella, sin tan siquiera dirigirme la mirada, me contestó:

— Tú no les hagas ni caso. Tu corte de pelo es de lo más moderno, al estilo Ángela Channing, personaje de una de las series que está más de moda. Además —prosiguió— es muy práctico, así sólo tienes que ir a la peluquería una vez al año.

Con el tiempo, me he dado cuenta de que poseía una cualidad que me fue de gran ayuda: era una completa ilusa. Al día siguiente, caminaba por el patio con la cabeza bien alta, al fin y al cabo, llevaba un peinado de alguien muy famoso. Pasé por delante del muro sobre el que acostumbraba a dar la lección, sin detenerme, hasta llegar al campo de fútbol, dónde estaban los niños formando equipos. Pau, uno de ellos, se propuso como capitán de uno de los equipos. Gerard se ofreció para ser el cabeza del equipo contrario. Yo aproveché la situación.

— ¿Puedo jugar? —con aire decidido.

— ¡No! —inquirió Pau.

Raúl se aproximó y le sugirió que aceptase la propuesta ya que uno de los niños estaba enfermo y necesitaban a alguien más para formar dos equipos. Los demás aceptaron y a Pau no le quedó otra opción que resignarse.

Gerard y Pau se jugaron a piedra, papel o tijera quién comenzaría a elegir. La suerte no estaba de parte de Pau, quién completamente irritado tuvo que asumir que yo jugaría con ellos. Por supuesto me colocó en la portería. Se dio inicio al encuentro. Yo me mantenía todo lo atenta que podía al juego, un poco temerosa por los balonazos que daban aquellos niños. Hasta que uno de ellos se acercó a mi portería y cuando lanzó el balón mi reacción fue agacharme y cubrirme la cara con los brazos. El balón entró y como era de esperar, provocó una fuerte discusión entre los componentes de mi equipo.

— No te tendría que haber hecho caso, para eso mejor jugamos los cuatro —le recriminó Pau a Raúl.

— No exageres... ¡sólo es un juego!

Pau se acerco a mí y me apuntó con su dedo índice.

— No sé de qué te sirve tener cuatro ojos.

— ¡Déjala en paz! —interrumpió Raúl.

— “Uuuhhh” ¿Ahora la vas a defender? ¡Ni que fuera tu novia!

Todos los demás se comenzaron a reír a carcajadas. Raúl, como si de un insulto se tratase, le lanzó una mirada sumida en ira y se precipitó sobre él. Todos los demás los comenzaron a animar formando un círculo y gritando «Pelea, pelea», a modo de orangutanes. Fue la primera y última vez que dos hombres se pelearían de aquella manera por mí, aunque el motivo no fuese muy sugerente. Cecilia se percató de la situación y enseguida intervino.

— ¡Parad de una vez! ¡Si os volvéis a pelear os quedáis todos sin recreo! Venga, ¡seguid jugando!

Raúl se acercó a mí, y con la expresión alterada que adquiere un macho después de una pelea me exclamó:

— ¡Eh, tú! La próxima vez que veas acercarse la pelota no escondas la cara. ¡Cógelo, que no te comerá!

Se reanudó el juego. Esta vez no quería decepcionar al único que me había sacado la cara, a pesar de que le afectase tanto que lo vinculasen emocionalmente conmigo. Uno de los chicos del equipo contrario le quitó el balón a Pau. Después de su arrogancia, tampoco era tan bueno. El delantero se acercó a mi portería y lanzó la pelota. Yo me concentré sin apartar la mirada de aquel balón que se precipitaba contra mí a una velocidad incalculable. Tengo que reconocer que era un poco lenta de reflejos, porque antes de que pudiese reaccionar, el balón ya había impactado contra mi cara. Perdí las gafas en el impacto. Me agaché, calmándome la cara con una mano y palpando el suelo en busca de las gafas con la otra. Avancé, al no encontrar nada, y mientras di un paso para alante oí un crujido que me dolió más que el pelotazo.

Por la noche entré en la cocina con las gafas partidas por la mitad. Mi madre estaba batiendo unos huevos, a un ritmo esquizofrénico.

— Pero… ¿Qué ha pasado? —me interrogó mi madre.

— Pues… jugando a fútbol, me han dado un pelotazo… y… me las he pisado mientras las buscaba.

Mi madre lanzó un leve suspiro. Después se llevó las manos a la cabeza lamentándose de lo mal que íbamos de dinero.

— Hija… ¿cómo has podido pisarlas tu misma? —volvió a suspirar—. ¡Ven! vamos a hacer un apaño para que puedas aguantar con las viejas hasta final de mes.

El día siguiente, a primera hora, teníamos clase de música. Yo llegué unos minutos más tarde. Mi madre tuvo la brillante idea de unirme las gafas fracturadas con un trozo de esparadrapo. Me detuve temerosa en el umbral de la puerta del aula. Vicenç todavía no había llegado. Los niños armaban barullo alrededor de las mesas, aprovechando la ausencia del profesor. Por fin me decidí a entrar y enfrentarme a esas pequeñas fierecillas. Como era de esperar fui recibida entre un alud de carcajadas. Con la cabeza baja, ocupé mi asiento y me dispuse a ordenar mi pupitre. Unos minutos más tarde, Viçens entró airado con las manos llenas de papeles que iba perdiendo a su paso. Dejó los restantes en su mesa, y volvió a recoger los que se le habían caído. Por el camino emitió algún sonido con intención de que los niños se callasen, pero como de costumbre, sin mucha autoridad. Los alumnos no se calmaron hasta la tercera vez que alzó la voz. A pesar de que el silencio aún no era absoluto, Viçens, inició su clase. Meritxell se sentó y comenzó, como acostumbraba a hacer en las clases de música, a pellizcarme con malicia. Yo no opuse ningún tipo de resistencia. Me quedé mirando al frente sin apenas reaccionar, hasta que por fin se cansó y se detuvo. Ni tan siquiera me giré para ver que estaba haciendo, simplemente me relajé. Una de las paredes laterales del aula, estaba decorada con algunos lemas. “Amaos los unos a los otros como Dios os ha amado”, decía uno de ellos. Claro, como si fuera tan fácil, me decía. Después giré levemente la cabeza, y me quedé absorta mirando por la ventana. A menudo soñaba que Bastián, el perro volador de La Historia Interminable, aparecía por la ventana para rescatarme y dar su merecido a los demás.

Meritxell interrumpió mi ensoñación tocándome el brazo con la punta de su dedo índice. Cuando me di la vuelta, su imagen se nubló progresivamente por las friegas que me dio con una barra de pegamento sobre el cristal de mis gafas. Era lo que me faltaba para llevar un look de lo más retro, al puro estilo Barragán. No fue una sorpresa que me volviese a convertir en el mono de feria de la clase. Viçens no dijo nada, estaba demasiado ocupado intentando controlar a los demás. Yo suspiré mientras pensaba que era una lástima que los perros no volasen.

Aquel día llegué a casa completamente indignada. Cuando entré en la cocina, mi madre estaba a punto de darle la vuelta a una tortilla de patata.

— Hija, pásame la tapa de la sartén.

— Mamá… tienes que cambiarme de colegio —mientras se le pasaba—, ¡ya no aguanto más! Hoy en clase una niña me ha puesto pegamento sobre las gafas. Todos se reían sin parar…

Mi madre, sin prestarme atención le dio la vuelta a la sartén. Cuando la levantó, sólo había quedado sobre la tapa una porción de la tortilla.

— ¡Me cago en la mar! —mientras dejaba la sartén y la tapa sobre el mármol—, ¡lo que tienes que hacer es darle un buen guantazo a esa niña!

En aquel instante odié profundamente a mi madre, seguro que cualquier otro padre me hubiese cambiado de escuela.

A primera hora de la mañana, Viçens repartía algunos instrumentos para que los pudiésemos ver. Meritxell comenzó a pellizcarme para no perder la costumbre. Yo arrugué la frente mientras Viçens nos explicaba el funcionamiento de cada instrumento, aunque era difícil llegarlo a entender por el barullo que formaban los alumnos. Algunos comenzaron a tocar los instrumentos sin ton ni son. Meritxell me pellizcaba con más intensidad, excitada por el ruido, mientras me cuchicheaba al oído que lo hacía porque era fea. Yo presioné los labios con ira sin dejar de mirar al frente. El barullo era cada vez más estridente, una mezcla de flautas desafinadas y “tamtames” golpeados bruscamente. Entonces Meritxell se levantó para coger algo del corcho. Cuando volvió a tomar asiento, noté un pinchazo de aguja en el brazo. Me giré bruscamente mirándola a los ojos, y en un arrebato completamente impulsivo, levanté mi mano derecha y la golpeé con todas mis fuerzas en la mejilla. Jamás antes había sentido tanto placer, y mi única cuestión era por qué no lo había hecho antes. Ella comenzó a llorar desconsoladamente, pero nadie la atendía. Todos estaban extasiados, sumidos en una especie de trance. Viçens se percató y me miró fijamente. Yo bajé la mirada esperando represalias, aunque sin una brizna de arrepentimiento. Pero él estaba demasiado ocupado en un intento de calmar a la clase. Golpeó la pizarra pero los alumnos no reaccionaban. Se aproximó aceleradamente hacia uno de ellos: Pau, el que armaba más escándalo. Le retiró la flauta. Entonces el niño se levantó amenazante y le exclamó que era un maricón. Viçens alzó la flauta con brusquedad como si fuera a golpearle. Lo miró un instante y como si de repente hubiese vuelto en sí, bajó la mano. Se hizo un silencio sepulcral.

Durante el recreo, volví al muro dónde acostumbraba a dar mis clases de matemáticas, conduciendo un autocar invisible. Pensé que era un día perfecto para salir de excursión con mis alumnos imaginarios. Cuando sonó el silbato y entré en el aula, Meritxell ya había ocupado su asiento. Me dio los buenos días de una manera incomprensiblemente dulce. Después me dijo que en unos días sería su cumpleaños y que estaba invitada a su fiesta. Increíble pero cierto. Al final resultó que mi madre me había dado un muy buen consejo. Se hizo un silencio interrumpido por unos pasos firmes. Era Eulalia, la nueva profesora de música.

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